Nada más pasar el umbral de la puerta que divide la librería de la tarde perfumada por una brisa marina, percibo un aire espeso desprendido por las pequeñas cunas abiertas al tiempo, cerradas a la memoria por donde escapan antiguas lecturas. Huele a ojos hambrientos, a lágrimas secadas en dedicatorias desteñidas, a motas de polvo suspendidas en papeles oxidados, a páginas acariciadas por dedos de miel. Alivio la nariz al tiempo que despejo el peso de la estantería de madera de nogal y retiro de ella dos volúmenes de la obra de Quevedo. Su polvo enamorado llega a las fosas nasales junto a un cosquilleo que invade los pulmones de un ejército de palabras que luchan por salir de la librería y dejarse llevar por una ráfaga de aire limpio.
Como piel destripada, el lomo de un libro descuelga un hilo. Abro sus entrañas para oírlas crujir con dolor. Paso las páginas. Bocanadas de melancolía se recogen en los nervios olfativos hasta absorber el nombre de Villaespesa, cerrar los párpados y detenerse en la garganta para pasarlo como un trago de medicina agridulce. Cuerpos de papel buscando sus raíces en un.
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